MATRIMONIO Y REGÍMENES PATRIMONIALES
El matrimonio es, sin duda alguna, el contrato más importante en el derecho de familia, puesto que es esta unión la que da origen al núcleo fundamental de la sociedad civil. La legislación que regula esta institución se forjó al amparo de un hecho indesmentible: las diferencias de todo orden que existen entre el hombre y la mujer. Desde luego, cabe a cada uno de ellos roles diametralmente dis- tintos en el funcionamiento de la familia, en la vida laboral, y en la relación con los descendientes comunes. A partir de esta constatación, la ley fue evolucionando, generándose una legislación “protectora” de la mujer, atendido el hecho de que ella estaba en situación de menoscabo respecto del marido. En los últimos años ha ido variando ostensiblemente el papel de la mujer en la sociedad, incorporándose ella al proceso productor en condiciones semejantes a las que rigen para los hombres. Consecuencia inmediata de este hecho ha sido el surgimiento de un movimiento “feminista” que aboga por una igualdad absoluta entre hombres y mujeres en el orden jurídico, lo cual ha tenido especial eco en numerosos sectores de nuestra sociedad. Se ha abierto de esta manera una corriente ideológica que postula poner fin a la legislación protectora, porque de ella se seguiría un menosprecio para la dignidad de la mujer. Creemos que esta posición es equivocada y, aun cuando todos los sujetos jurídicos son iguales ante la ley, corresponde a ésta amparar a aquellos que, en atención a la función social que están llamados a realizar, requieren de un trato especial que sólo puede manifestarse mediante un estatuto jurídico capaz de equilibrar las posiciones de quienes participan en una misma situación intersubjetiva.
Es indiscutible que el hombre y la mujer tienen roles y funciones muy diversos en el matrimonio, sea por obra de los hábitos, costumbres o valoraciones ancestrales y, aun, por efecto de las diferencias biológicas que la ley no puede soslayar. En nuestra sociedad corresponde al hombre la obligación esencial de procurarse los medios de subsistencia para el núcleo familiar, y a la mujer el cuidado preferente de la prole. Se dirá que este enfoque representa una visión retrógrada de la pareja. Pero una cosa es el enfoque ideal –la visión ideológica que se abraza– y otra muy distinta es la realidad social. Dígase lo que se quiera, pero lo cierto e irrebatible es que, en el actual estado de evolución en nuestro medio, estas funciones están perfectamente asumidas en la in- mensa mayoría de las parejas matrimoniales. Mientras esta realidad no varíe, la ley no puede desentenderse de ella, dejando desprotegido a quien es la parte débil de la relación.
Abordamos a este respecto una cuestión crucial. Como lo hemos sostenido siempre, no puede legislarse al margen de la realidad social. El poder de la norma es relativo y, si bien puede ella ir perfeccionando las costumbres, no puede hacerlo como si fuera a aplicarse en un ámbito imaginario y no real. El derecho para subsistir y regular las relaciones sociales requiere que la norma sea cumplida espontáneamente, y esto sólo ocurre cuando ella es ca- paz de interpretar los valores, costumbres y hábitos de la comunidad en que está llamada a regir. Los órganos represivos (destinados a sancionar e imponer conductas de reemplazo que sustituyan el cumplimiento de la ley) están concebidos sólo para abordar situaciones de excepción. Si el incumplimiento de la ley se generaliza, lo cual sucederá siempre que ella fuerce excesivamente la realidad social, el derecho deja de ser eficaz y no existe medio ninguno para restaurar el orden quebrantado. De aquí que el legislador deba, con extrema sensibilidad, “auscultar” las costumbres que prevalecen en la comunidad y elaborar las leyes sin sobrepasar aquellos comportamientos que, por lo arraigado que se encuentran, no pueden hacerse variar en el corto plazo. Mientras la ley regula la conducta, la educación y la cultura la van perfeccionando éticamente, aproximándola a las preferencias (valores) que se quieren realizar.
Lo que señalamos tiene por objeto dejar sentado, desde ya, que los regímenes patrimoniales en el matrimonio tienen que recoger las diferencias y especificidades de la pareja, y que no pueden estar inspirados en concepciones ideológicas ajenas a la idiosincrasia del hombre y la mujer. Todo ser humano vive inmerso en una realidad que se ha ido formando por la práctica cons- tante de los hábitos, los usos, las costumbres, los perjuicios y los valores predominantes, y si la ley se separa de todos ellos, el único efecto seguro es que se generalizará el incumplimiento de la norma y se burlará el mandato legal.
A partir de estos conceptos, afirmo que, conforme nuestra cultura social y jurídica, la pareja desempeña roles diversos en el matrimonio y que, por lo mismo, la ley debe amparar a la mujer, en cuanto sobre ella recae la carga más pesada en el funciona- miento de la familia. Podrá esta circunstancia no ser óptima desde una perspectiva ideológica que aspira a igualar estos roles, pero lo cierto es que no puede legislarse a partir de la sustitución de la realidad por la aspiración, y, si tal ocurre, se condena a la ley a la ineficacia.
Desde otro punto de vista, se puede afirmar que la complejidad y desconocimiento sobre la forma en que operan los regímenes patrimoniales en el matrimonio, ha generado un efecto extremadamente curioso.
Durante el matrimonio, la inmensa mayoría de las parejas ignoran la suerte que corren sus bienes, a lo más cuando se trata de constituir un gravamen hipotecario, por ejemplo, se enfrentan a una exigencia aislada (una autorización) que se satisface formalmente. De esta manera, las normas que regulan la situación patrimonial de los cónyuges vienen a aplicarse diferidamente cuando se extingue el matrimonio, o la sociedad conyugal, o se sustituye el régimen escogido. El jurista, en esta área, se transforma en un verdadero arqueólogo legal, que va reconstituyendo lo ocurrido y asignando los efectos que, en su oportunidad, se produjeron (generalmente al disolverse la sociedad conyugal y efectuarse la liquidación o la partición correspondiente). No faltará quien estime que lo descrito no reviste mayor trascendencia, ya que la ley se cumple, aun cuando los efectos no se adviertan al momento en que ellos se producen. No participamos de esta opinión por dos razones fundamentales: primero, porque no es bueno que la ley se desconozca en sus efectos más importantes y sólo vengan éstos a advertirse cuando la relación concluye; y, segundo, porque como resultado de lo señalado se dejan de computar una multiplicidad de consecuencias que quedan simple- mente omitidas por el transcurso del tiempo (recuérdese que pueden transcurrir decenas de años entre la celebración del matrimonio y la extinción del régimen patrimonial que regula las relaciones entre los cónyuges).
De lo manifestado se desprende que hay una distorsión grave en este aspecto y que el legislador no puede desentenderse de ello.
En relación a los roles que juegan marido y mujer en la vida común respecto de la familia, nos parece claro que existen dos casos distintos: a) aquellos en los cuales la mujer y el marido realizan tareas productivas y obtienen remuneración; y b) aque- llos en los cuales uno de los cónyuges (generalmente el marido) se hace cargo de la mantención económica de la familia y el otro (generalmente la mujer) asume las casi siempre ingratas tareas domésticas. En el primer supuesto, a las funciones productivas de la mujer deben sumarse sus obligaciones domésticas, lo cual le impone mayores deberes y sacrificios; en el segundo supuesto, las tareas son diversas, aun cuando descartamos, en cualquier hipóte- sis, que la mujer se desentiende absolutamente de las tareas do- mésticas (sin perjuicio de señalar que estas últimas sólo por excepción muy calificada pueden ser asumidas por el marido). En síntesis, la mujer afronta mayores obligaciones que el marido, so- porta una carga doméstica ineludible, la cual subsiste, incluso, cuando interviene en tareas remunerativas para el sostén de la descendencia común.
Enfrentados a este cuadro, cabe una respuesta jurídica y una respuesta sociológica. La respuesta jurídica es acatar la realidad e intentar perfeccionarla sin romper abruptamente con ella, a lo más conducirla sensiblemente en el sentido valórico deseado. La respuesta sociológica sólo pueden proporcionarla la educación y la cultura, que son, a la postre, las que determinan esta caracterización.
Nuestro postulado, en consecuencia, puede resumirse diciendo que aspiramos a tres objetivos centrales: dar a conocer las reglas que regulan las relaciones patrimoniales entre los cónyuges, a fin de que sus efectos sean ponderados y conocidos al momento de generarse y no con posterioridad, cuando el régimen patrimonial se extingue; que se ponga acento en la protección de la parte más débil de la relación (la mujer), que casi sin excepción asume los deberes domésticos sin perjuicio de contribuir, cada día más, a la sustentación económica de la familia; y, finalmente, vincular la realidad social a la normativa legal sin que exista entre ambas cosas un distanciamiento, que es la causa última de la ineficacia del derecho y, por ende, de su desprestigio.
Reiteremos que este enfoque no puede objetarse sosteniendo que se trata de un planteamiento retrógrado o reaccionario, calificativos que el “feminismo” suele endilgar a los que consideran in- justa la plena y absoluta igualdad respecto de una relación en que las partes no desempeñan la misma función ni cumplen los mismos roles. En esta parte, el movimiento “feminista”, por una errada concepción de la dignidad de la mujer, sólo contribuye a desmejorar su situación, dejándola, no pocas veces, desprotegida del amparo que la organización de la familia debe dispensarle, con el agravante de que, en definitiva, esta desprotección se vuelve en contra de los hijos comunes que, como es natural, a la larga, son los que soportan con mayor rigor los conflictos que surgen entre los padres.
Estas reflexiones, si bien están encaminadas hacia una adecuada política legislativa, servirán en este trabajo para acentuar nuestro propósito, ya manifestado en muchas otras publicaciones, en el sentido de que la ley debe aplicarse por medio de una interpretación “finalista” en la que habrán siempre de prevalecer los valores que se quieren realizar y los intereses que se quieren proteger, cuestión esencial en la tarea de todo jurista.